Allí estaba. Más solo que la una, aislado, preso dentro de unas vallas que le habían colocado alrededor, supuestamente para protegerle, en medio del caos que era la Puerta del Sol en aquellos momentos.
Sentí pena y decidí acercarme a él para animarle en lo posible.
- Buenos días, Majestad. ¿Qué tal está?
- Calle, calle. No me estará usted tomando el pelo, ¿verdad? ¿Cómo quiere que esté? Rodeado de facinerosos que han destrozado mi Puerta del Sol. ¡Voto a bríos! Si fuera más joven, habrían de enterarse de quién soy yo.
- Le comprendo perfectamente. Sin embargo, no pierda la paciencia Vuestra Majestad. Tal vez, algún día terminen con esta agonía y pueda usted disfrutar del símbolo de Madrid, el Oso y el Madroño, sus alegres vecinos. Incluso corren rumores que también volverá la Mari Blanca.
- Lo dudo. Estos bastardos no entienden de símbolos ni de nada. Su afán destructor es infinito.
-Ya verá como sí, Majestad. Tenga fe.
- Querido ciudadano, Hace ya tiempo que perdí la fe en esta gente. Aparte usted, que voy a espolear mi brioso corcel y huir lo más lejos posible de este infierno. Por cierto. ¿Cree usted que me aceptarán de nuevo en Nápoles? Al fin y al cabo, no lo hice tan mal allí.
- No sé, no sé, Majestad. Me temo que no están las cosas por alli como para que vuelva. Quizás lo mejor sea aguantar un poco, a ver si le dejan en paz aquí.
- Un mes les doy. Ojalá tenga usted razón, buen hombre.
Y, dicho ésto, miró a su derecha con un gesto complaciente. Me extrañó, con lo enfadado que estaba, y también miré hacia el mismo sitio. Una señorita de toma pan y moja pasaba en aquel momento, contoneándose con garbo.
Entonces comprendí. No se iría. Hay cosas en Madrid que obligan a quedarse.